domingo, 1 de diciembre de 2013

Los rezagos de la fé

¿Cómo curarme de la sombra de la fé? ¿Qué más me queda por darte, dios, si te lo he dado todo? Todo excepto mi odio. Y hoy sólo tengo eso para ti.

Te odio por haberme abandonado, por haberte dedicado mi vida  para que ni siquiera existieras al final.
 Te odio por tu esperanza que ya no tengo, por tu voz callada en el silencio. Te odio por las noches en vela, sudando de miedo ante el impacto de tu ira, por los rosarios interminables, por las confesiones llenas de vergüenza. Te odio porque no te tengo, porque me abandonaste, aunque te llevaras contigo tu sabor amargo y tu incienso venenoso.

Te odio por las noches, bajito, con la punta de los dedos.

Te odio porque eres lo único aparte de mí que me atrevo a odiar.  Porque recibes mis insultos con el suave reflejo de tu no existencia.

Te odio por robarme mi capacidad de creer, en cualquier cosa, en cualquier persona. Porque me desgarraste en tantos pedazos que no puedo reconstruirme.

Te odio porque tú me odiarías si pudieras.

Te odio escupiendo a tu nombre y a tu imagen y a mi estúpido rezago de duda.

Te odio con todos los brazos, a gritos, crujiendo los dientes y azotando puertas.
Te odio en carne viva y por tu carne muerta.

Te odio porque no sé que más hacer con el hueco que dejaste, porque ya no se llena con mi culpa y mi vergüenza. Te odio porque extraño vivir de tu sangre, porque no sé respirar otra cosa que tu culpa.

Te odio. Punto. Pero no lo suficiente, jamás lo suficiente

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